Ahí estaba otra vez, en la casa al otro lado de la calle, la bruja esa, a su ventana, mirándolo, observándolo mientras guardaba su BMW en la cochera. Después de abrir la puerta, se había dado la vuelta y se la había encontrado de cara, con la luz encendida y las cortinas descorridas, clavándole sus ojos fríos de loca, clavándole ese rictus de desprecio que le dibujaba la comisura de los labios, clavándole su descaro de siempre. Esa tía no era normal. Estaba loca. Qué asco le tenía. No era asco, era más que eso. Era la incapacidad de soportar que alguien como ella viviera en el mismo mundo que él y que nadie hiciera nada para impedirlo. Le dieron ganas de ir hasta la ventana, de golpear el cristal hasta hacerlo añicos, de cogerle la cabeza y restregar su cuello sobre el cristal roto hasta verle caer la cabeza.
Siempre que la veía, recordaba aquella tarde, al poco de que vinieran a vivir a la casa, en la que todos los críos de la calle se habían juntado y habían ido a por ella.
En cuanto el marido había desaparecido por la esquina de la calle con la bolsa del gimnasio al hombro, habían llamado al timbre de la casa. La primera vez había salido confiada. La loca había abierto la puerta y al no ver a nadie, había bajado los escalones del rellano y se había asomado a la calle a ver quien había podido llamar. Se había metido de nuevo en casa sin sospechar nada.
La segunda vez, por el chasquido nervioso de las llaves se habían dado cuenta de que la loca empezaba a sospechar y a duras penas habían logrado aguantar la risa. La tercera vez, había salido furiosa y se había puesto a lanzar improperios e insultos a diestro y siniestro a un enemigo invisible y muy hábil que se tapaba la boca para no reírse a carcajadas, escondido al amparo de los coches aparcados en la calle.
Y en un momento dado, después de unas cuantas llamadas más, la loca había bajado la persiana de la ventana por la que lo estaba mirando ahora y había puesto la música a todo volumen. Envalentonados por la falta de respuesta de la loca, habían decidido por fin acercarse más. Y entonces todos juntos se habían puesto a zarandear la persiana de la ventana. De golpe la música paró. Oyeron el clic de las llaves al girar en la cerradura justo a tiempo para salir corriendo. Y la loca salió de su casa y se fue a casa de los críos, una tras otra, a contarles a sus padres lo que le habían hecho.
En cuanto el marido había desaparecido por la esquina de la calle con la bolsa del gimnasio al hombro, habían llamado al timbre de la casa. La primera vez había salido confiada. La loca había abierto la puerta y al no ver a nadie, había bajado los escalones del rellano y se había asomado a la calle a ver quien había podido llamar. Se había metido de nuevo en casa sin sospechar nada.
La segunda vez, por el chasquido nervioso de las llaves se habían dado cuenta de que la loca empezaba a sospechar y a duras penas habían logrado aguantar la risa. La tercera vez, había salido furiosa y se había puesto a lanzar improperios e insultos a diestro y siniestro a un enemigo invisible y muy hábil que se tapaba la boca para no reírse a carcajadas, escondido al amparo de los coches aparcados en la calle.
Y en un momento dado, después de unas cuantas llamadas más, la loca había bajado la persiana de la ventana por la que lo estaba mirando ahora y había puesto la música a todo volumen. Envalentonados por la falta de respuesta de la loca, habían decidido por fin acercarse más. Y entonces todos juntos se habían puesto a zarandear la persiana de la ventana. De golpe la música paró. Oyeron el clic de las llaves al girar en la cerradura justo a tiempo para salir corriendo. Y la loca salió de su casa y se fue a casa de los críos, una tras otra, a contarles a sus padres lo que le habían hecho.
Después de meter el coche y de bajarse, miró otra vez hacia la ventana. Pero ella ya no estaba mirándolo. Clic. La puerta. La loca lleva puesta una bata de casa. Parece que no lleva nada más. Se va a duchar y ha salido a abrir la llave de paso del agua. No habrá presión suficiente. No es raro. En el pueblo nunca hay presión de agua suficiente. A estas horas está sola en casa. Se mete otra vez para dentro... Apenas su mente le da tiempo a pensar en lo que acaba de pasar, ya está al otro lado de la calle, está otra vez en la puerta, mira alrededor de él. No hay nadie más en la calle.
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Algo acaba de explotarle la sien y lo ha tirado al suelo. Intenta ponerse de nuevo en pie para escapar del dolor pero sus piernas y sus brazos se mueven en una pantomima, no consigue coordinarlos así que levanta la cabeza para ver de dónde ha venido la explosión. Vislumbra una sombra en la penumbra del vestíbulo. Está por encima de él y se está moviendo. Entorna los ojos para reconocerla pero otra explosión esta vez en la nuca lo vuelve a aplastar al suelo. Le falta el aire. Le duele la cabeza tanto que busca tapar el dolor con la mano o arrancársela. La mano se llena de un líquido espeso. Sabe perfectamente lo que es. Y piensa que si eso es lo que se siente cuando uno muere, entonces la muerte es un absurdo risible. Pero no quiere morir, así que llora, suplica, pide clemencia. Nadie responde. Tiene sueño y ya le da igual, sólo quiere dormir.
La loca de en frente se ha sentado en uno de los escalones que llevan al piso de arriba. A su lado ha dejado bien colocado el atizador de la chimenea. Observa con una mirada vacía en la penumbra cómo la masa deforme bajo sus pies deja de moverse poco a poco y mientras, se frota los dedos maquinalmente para quitarse la sangre con la que han quedado manchados. Sonríe de una sonrisa apenas perceptible y con la mirada invariable. Llevaba años dejándose la puerta abierta esperando a que alguno se diera cuenta. Sabe que dentro de unos minutos tendrá que llamar. Pero quiere disfrutarlo sólo un poquito más. Ha esperado tanto...
Besitos!!! ;))