lunes, 3 de febrero de 2014

El almendro

Un día, al pasar con el coche por la carretera dirección Arboleas, reparé en los almendros y me acordé de ti.

Entre matojos pardos y olivos plateados destacaban los almendros desnudos y negruzcos. Aquellos árboles artríticos formaban grotescas filas de cuerpos retorcidos que daban al cerro el aspecto de un camposanto de crucificados.

Sin embargo, semanas después, una fría mañana, el cadáver atormentado y famélico del almendro despertó inesperadamente en lo más crudo del invierno engalanado de la flor más tierna y bella,

Y el árbol caído se volvió tan bello por la flor más delicada que despertaba la admiración de todos los que por allí pasaban,

Y no era más bella y más tierna la flor si no por la fealdad de las ramas negras y huesudas que la portaban.


Así mismo, amigo mío, si tu me dejaras, cubriría tu camastro y tus labios y tus párpados de rosas del almendro para anticiparte la primavera y despertarte de este letargo en el que te hallas postrado. 




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