Acaba de pasar por debajo de mi ventana y en cuanto mis ojos han sido incapaces de seguirlo, el tiempo se ha vuelto inútil otra vez.
Y no seré nada hasta que lo vea de nuevo.
No puedo estar sin él. Cada hora que pasa que no lo tengo, siento que muero un poco. Lo único que me mantiene viva ahora es que dentro de un rato subiré a la atalaya y desde allí, tranquila, sin que nadie lo sepa, podré observarlo paseando por la orilla del mar, como lo hace a cada atardecer.
¿Sabrá lo hermoso que es? Creo que no lo sabe. No lo sabe. Tiene esa mirada vacía de los solitarios, de los no amados, de los infelices. Si supiera que lo amo, se sabría hermoso. Y cuando lo descubriera, sus ojos no tendrían más remedio que sonreír triunfantes sobre mi derrota por lo que siento.
Gracias a Dios, por ahora cree que le odio. Y me va la vida en que nunca descubra que le amo con toda mi alma.
Puede que esa sea la tristeza que refleja su rostro. Puede que él sí me ame y se crea no correspondido. Ya está. Mi mente enferma vuelve a divagar. Me viste la infamia de anhelada esperanza. Quiere verme caer. Quiere hacerme creer en lo no creíble para que acabe delatando lo que siento. Pero no lo haré jamás. Que crea que lo detesto antes de que sepa que lo amo. Incluso preferiría la muerte antes de que lo supiera. No quiero, no puedo. No. No.
Y sin embargo lo amo. Tanto que me conformo con verlo feliz desde mi atalaya. Daría tanto por verlo reír como antes.
Acaba de pasar por debajo de mi ventana y apenas me ha dado tiempo a contemplar sus dulces rasgos. Se ha parado un instante a hablar con Théramène. He oído el flujo de su voz sin ser capaz de distinguir una sola palabra. Hablaban tan bajo. Ya ni siquiera me está permitido oír su voz ahora, cuando recuerdo un tiempo no tan lejano que inconscientemente desperdicié. Un tiempo en que disfrutábamos de la compañía del otro, un tiempo en el que nos divertía tanto ser madre e hijo. Éramos tan felices entonces.
Maldito seas tú que me has infundido este amor tan maldito como tú. Maldito mil veces. Ardas en el infierno en el que me has hundido y que pueda verte con mis propios ojos padecer la mitad de lo que yo padezco.
Él nunca sabrá que le busco siempre. Que aunque no me vea, yo lo observo siempre, que conozco cada uno de sus gestos, que adoro cada uno de ellos, y es tan hermoso. Y nunca sabrá que todas las noches me desvelo con el roce imaginario de sus labios. Los más hermosos, suaves y carnosos que he visto nunca. Y que no me vuelvo a dormir imaginando que está durmiendo a mi lado. Imaginando un mundo en el que Phèdre e Hippolythe se aman al fin.
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