Ya está.
Los catetos se han enterado y han acabado con las existencias.
Les ha costado quince días entender la noticia, lo comprendo, les cuesta, les cuesta, pero finalmente ha ocurrido y ya no hay queso tostado entrepinares.
Ese mismo. El que ha ganado la catorceava medalla en el Quesos championship contest of the World.
Dos semanas saboreando ese fino manjar con tostadas de pan de centeno mojado en aceite de oliva.
Hoy cuando he llegado, el corazón ligero por las promesas de deliciosos desayunos por vivir, aún desconocedora de lo que iba a ocurrir, y me he encontrado con el estante absoluta y completamente vacío, he comprendido en seguida que mis anhelos se habían desparramado entre quesos anodinos e insulsos ¿para siempre?
No iba a rendirme tan pronto. ¡No! He pensado que no me costaría tanto recorrerme los mercadonas de toda la provincia, mandar a mis padres, hermanos y familiares en busca de un trozo del anhelado queso.
¡Pero no! Sería engañarme, caer en otra adicción, y ni siquiera debería planteármelo. El queso curado no tiene cabida en la dieta. Es lo malo que tiene lucir cuerpazo. Así que he decidido tomármelo como un designio de ¿Dios? o al menos del God of fitness, y no intentar conseguirlo de ninguna manera.
Mañana, cuando entre lágrimas de desasosiego, devore el último trozo de queso que me quede, sólo podré resignarme a volver a la triste tostada con atún.
No me habléis ahora. Quiero estar sola.
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