Día maravilloso de meriendas. Día increíble de meriendas. Día fabuloso de meriendas. No hay año que pase que no disfrute del ritual de ir a pasar el día al campo. Este año me he quemado un poco en los brazos y el pecho, y me he hecho daño en un pie al darle una patada al tronco de una pita que he encontrado y traído al campamento base bajando y subiendo dos o tres cerros más allá para que luego encima se rieran de mí porque esa madera no hace ascuas. La edad va mandando poco a poco sus primeras señales y tengo el pie condolido. Sin embargo, acabo de llegar y ya aguardo con impaciencia la próxima cita.
Desde el altillo de la
terraza que comunica ambos lados de la que fuera mi casa, la casa de
las rosas, puedo observar, más allá de la ribera que de
mí la separa, la vega hermosa y agria, e imagino que luce,
resplandecientes de
un sol ahora invisible, su follaje y mis recuerdos. A mis pies, el
jardín abandonado yace moribundo, corroído por un
veneno que escapa al entendimiento de sus raíces. A lo largo
de sus caminos, se encuentran los exquisitos cadáveres
disecados de rosales desnudos…
Ya no queda nadie entre
estas cien paredes que se lamente de su agonía. De nada sirve
ya que baje por este amasijo de hierbajos secos y frutas podridas,
por este patético abominable que, en su último suspiro,
tanto anhela el paso acariciador de aquellos a quienes tanto dio...
Más allá del Río, la vega y más allá
de la vega, mi sierra.
El lugar en el que me
tocó nacer es un país lunar donde descansan los
gigantes de piedra. Familias enteras de colosos soslayadas por un
mundo donde no tenían cabida. La curva de sus cuerpos pulida
por las lluvias diluvianas fija los puntos cardinales, que alguna vez
fueron llanos.
El viajero accidental
cruza mi país lunar con una mueca atónita de rechazo.
Atontado, acude al más alto de los cerros en busca del verde
oasis: allí, descubre desasosegado el cerco de aquel laberinto
supino y sinuoso, inmóvil y amenazador que se amorata en el
horizonte circular. Y que ciertamente es feo.
Si a esta tierra
Yo la
quisiera
Que es
la mía,
No me
importaría
Que
fuera fea
Que yo
la querría
Porque
es mi tierra.
Una grotesca e inmensa
manta parda y rala va cubriendo centenares de cerros; cerros moteados
de matojos secos, matojos secos como carnosidades negruzcas y
peludas; cerros al infinito, calvos y viejos, dentro de decenas de
sierras gemelas, bastardas y feas de apellidos quijotescos que
abanderan sus absurdos confines.
Yo, Áurea, vivía a los
pies de una de estas sierras, la Sierra de las E.... Fui una más
de los habitantes lunares de estas lomas. Nada nos distingue de
vosotros, terrenales, nada, más que un culto impío a
una tierra que vuestras miradas inmolan al pasar.
Tantos cerros hay que cada uno de
nosotros se podría subir a uno de ellos y contemplar como un
vigía solitario desde lo alto de su monte las siluetas
desparramadas en la distancia de nuestro ejército. Yo me
subiría al de la Paloma que desde el aire se parece
groseramente al contorno de unas de estas aves en vuelo, por la
hendidura que raja y hunde su flanco norte de arriba abajo. Yo más
bien creo que su cumbre es la cadera de una ogresa, único
vestigio de su fisonomía y que aquella enorme comisura es el
pliegue que formó su muslo al recogerlo sobre su vientre.
El viajero atondado no
volverá, posiblemente, sulfurado por nuestro desdén
hacia su bagaje de palabrería e imaginería. Hace un
momento se han burlado de él los viejos en un bar. ¿Qué
nos importan sus verdes pastos, sus capitales y sus ruidosos
arroyos....
… si debajo de estas
sierras corre un mar legendario de aguas que impide a la tierra
morir?
No se sabe exactamente
donde se oculta pero yo una vez lo vi.
Fue una tarde de
Meriendas, cuando la Semana Santa toca a su fin. Ese año, el
paradero escogido era un olivar en el término de Los Pardos,
otra pedanía de esas tan parecidas a Los Naranjos. Es tan
parecida que uno se pregunta quién puso fronteras entre ellas
y qué lenguaje tan disparejo pudo dispersar a sus habitantes.
Tras el arroz a la lumbre y la siesta a la sombra de los árboles,
al son de las primeras chicharras, decidimos hacer una caminata por
el lecho seco del Río unos cuantos mientras los demás
jugaban una animosa partida de parchís. Aun recuerdo el
entusiasmo de mis diez años al engancharme a la espalda la
mochilita azul; cómo la abuelita Fe embadurnaba la piel tan
blanca de mi cara y mis brazos de una crema pegajosa e incómoda
mientras el chacho Justo escogía una rama seca y larga que
usaría a modo de bastón.
En realidad y pese a
tirarnos la vida entera entre esos cerros, ésta era una de las
pocas ocasiones del año en que nos decidíamos a
practicar lo que en otras partes llaman senderismo. En estas
latitudes y una vez superadas la juventud y sus locuras, el calor
arremete contra los cuerpos volviéndolos perezosos o sabios,
según se mire.
Andábamos en
progresivo silencio, cansados y aburridos, recordando un año
más que era la monotonía de estos parajes lo que nos
hacía desistir de estas excursiones, levantando la vista hacia
el sol de mediados de abril, que pica y engaña, en señal
de rebelión contra su omnipresencia, con la frente chorreando
de sudor y arrugada. Sólo el chacho parecía no darse
cuenta ni del calor ni del agobio porque seguía su marcha
incansable y regular. Harto de oír un año más
nuestras quejas, tuvo a bien de contarnos episodios de su infancia en
el cortijo, en concreto ése en que veía, desde el
bancal el ruidoso desfile de las mozas y los niños del pueblo,
armados con jarras y zafas, recorriendo todos los días, y en
ocasiones, dos veces al día, kilómetros hasta llegar al
arroyo, llenar las tinajas y volver para casa. La imagen de aquella
procesión de mujeres y niños titubeando bajo el peso
del agua no hacía más que desalentarnos aun más.
A cada uno de nuestros
pasos brincaban dos o tres saltamontes. Yo me divertía a
deshacer trozos de la tierra cuarteada del lecho del Río que
ese año no había salido todavía (a esas alturas
del año ya no saldría hasta septiembre y con suerte).
Se desmigaba con un pequeño estruendo, como peditos que fuera
soltando a cada uno de nuestros pasos.
Era el agrietamiento de
la tierra lo que nos aburría, la ausencia del agua. Cuando
había salido el Río, todo era más divertido.
Solamente el mirarlo correr, por ínfimo que fuera su cauce nos
tenía a todos ocupados durante horas, tal vez embrujados por
aquel rumor cantarín y alegre, como el de muchos pájaros,
del agua que corre… hoy, el agua no estaba y sólo nos
acompañaba la presencia de aquellos cerros abultados,
inhóspitos y secos de una y otra parte del camino. Estoy casi
segura de que ése era el pensamiento colectivo, exceptuando
por el chacho Justo.
Uno de nosotros se
percató entonces de que el chacho Justo levantaba el palo que
llevaba a modo de bastón hacia una mancha más oscura
que las otras, tras unos matorrales secos, en la ladera de uno de los
montes que nos rodeaban, a unos doce metros de altura de donde nos
encontrábamos. Era una ladera escarpada de tierra inestable de
difícil acceso y en apariencia igual a las que bordeaban el
camino recorrido. Pero lo que parecía la sombra de unos
arbustos no era tal si no más bien la entrada angosta a una
cueva, fenómeno geológico por otra parte muy corriente
por estos lares.
Mi tía Luz no se
lo pensó dos veces y empezó a escalar la falda. Su
subir era tan ágil como el de una cabra, lo cual no sorprendió
a nadie pues todos acostumbraban desde la más tierna infancia
a realizar semejantes hazañas. No hay mucho más qué
hacer por aquí cuando se es niño. Escogía
rápidamente la piedra en la que apoyarse y se servía de
tal o tal otra mata para impulsarse hacia arriba. Pronto el resto la
seguimos; yo me agarré fuerte a la mano del chacho Justo, que
subía como un demonio pese a mi carga y a sus ya casi ochenta
años, y la alcanzamos cuando ya se adentraba en aquella boca
del diablo que nos recibía con una mueca de desdén.
La entrada obligó
a agachar un poco los cuellos. Una vez que nuestros ojos aun cegados
se acostumbraron a la oscuridad, aquello tomó forma de un
pasadizo hondo y negro y que a través de los huecos más
anchos nos parecía descender. El suelo del paso estaba
cubierto por gravilla y cantos blancos, algunos lo bastante grandes
como para hacernos desistir de bajar; además no parecían
provenir de la cueva pues sus paredes de caliza estaban lisas por el
techo y los costados. A lo lejos se oía un rumor que
confundimos con el eco de nuestras voces. Nos miramos, en un primer
momento indecisos sobre qué hacer. Cuando surgió el
problema de la luz, pues era más negro que el infierno, saqué
con orgullo de mi mochila azul mi linterna de Snoopy. Mi tía
me sonrió, hinchándome de gozo. Estaba decidido,
bajaríamos, pues la caminata anual había sido durante
demasiado tiempo ya vana.
El chacho Justo, el
patriarca de la casa, se alzó con mi linterna cara de perro,
como cabecilla de la incursión. Me deslizaba tras él
sorteando las piedras mientras los demás se retortijaban para
amoldar sus cuerpos a los huecos que les dejaban los peñascos,
los cuales crecían en tamaño a medida que bajábamos.
El chacho levantaba de vez en cuando la linterna en busca de
murciélagos, los pájaros de la noche. La cueva en
apariencia estaba inhabitada. Oía tras de mí cómo
blasfemaba la prima Mar entre dientes por la gravilla que al
restregarse contra las piedras le arañaba la piel. Tenía
las manos blanqueadas y la ropa manchada de apoyarme contra la pared;
un polvo tal vez centenario era el que todo lo envolvía. De
vez en cuando veía a mis espaldas el resplandor de una llama,
al encender su mechero Mar, Luz o Indalecio, que ahora recuerdo,
también estaba. La última de todos era mi mastodóntica
prima Cruz, siempre tan callada que no se sabía si seguía
allí o si había quedado rezagada o encajada en alguna
esquina. Tras un pedrusco, desparecía el fulgor de la
linterna, y los que iban atrás quedaban desorientados sin
saber si debían subir o bajar, o si el camino seguía
por el pasadizo secreto que escondía alguno de esos peñascos.
Yo debería haber sentido miedo pero recuerdo las sacudidas de
mi corazón al pensar que tal vez encontraríamos los
tesoros de algún bandolero malagueño de ésos que
pueblan los cuentos infantiles de otro siglo. A medida que
avanzábamos, el ruido se iba definiendo en un rumor hueco que
a mis años no podía entender...
Me parecieron siglos el
tiempo transcurrido hasta llegar a lo más hondo. Tal vez sólo
fueran minutos. Pero el espectáculo que nos encontramos nos
hizo olvidar el tiempo, los arañazos y los golpes. Desde un
pequeño saliente donde por fin pudieron enderezarse,
contemplamos aquello, que no era el tesoro que yo imaginaba pero que
valía más que todo el oro del mundo. Pude asociar el
sonido con su imagen. De algún recoveco secreto caían
gotas de agua que retumbaban en aquella gruta lóbrega que
debía ser la entraña de la tierra. Era profunda y honda
pues tras las paredes que enmarcaban aquel promontorio sobre el que
dominábamos aquella extensión, no alcanzábamos a
vislumbrar sus límites.
Hasta donde alcanzaba la
luz de la linterna, único halo, un mar. Mar subterráneo,
hermano antagónico de aquel que mece el viento, como Caín
para Abel, jamás vería el sol, la luna no arrastraría
jamás sus olas a la orilla ni rastrillaría su arena. No
tenía olor, siquiera a azufre. No tenía color tampoco,
ni fondo, ni forma, ni nada que la distinguiera de todo lo demás;
era sólo una cubeta llena de agua donde se reflejaba en
sentido inverso la cueva de cal. Si había de existir el
averno, éste era, sin lugar a dudas.
Entonces me sucedió
algo insólito; empecé a sentir miedo. Aun hoy, ahora,
puedo sentir ese miedo que me atenazó el pecho. No
alcanzábamos a ver el fondo de aquella laguna pero parecía
lechoso, hecho de la misma piedra polvorienta que el pasadizo. Luz se
agachó a tocar el agua y al percatarme de ello, chillé.
El grito retumbó contra las cavidades como un trueno. Parecía
que la gruta se venía abajo, sepultándonos para
siempre. Se detuvo en el gesto. Sé por qué tuve miedo.
Porque sabía que tarde o temprano, antes de que se agotaran
las pilas de mi linterna, y tras las primeras pesquisas, Luz se
tiraría al agua sin pensarlo, intentando descubrir hasta donde
se extendía aquel mar cristalino y turbio. Y ¿qué
sabía ella si en aquellas aguas no habitaba algún
monstruo capaz de devorarla? ¿y si se perdía por alguna
galería de aquel laberinto de piedra sin encontrar su camino
de vuelta? Tuve miedo de todo eso, como si de repente, a mis diez
años, hubiera adquirido todos los temores de los que han
vivido cien.
No he
vuelto a la cueva. No sabría encontrarla. Pocos quedan de los
que allí estuvimos. Y sólo han pasado diecisiete años.
Pero supe luego que ellos sí volvieron. No se llevaron más
que una linterna, la mía tal vez. No se llevaron ni trajes de
baño, ni la colchoneta hinchable de la playa, no. Sólo
volvieron para seguir contemplando el milagro de aquella agua, sin
desvelar jamás, ni siquiera a ellos mismos, los secretos de
aquella cueva.
La tierra donde me tocó
nacer es un país lunar…
(LA CASA DE LAS ROSAS. Capítulo I)