Los antiguos augures de Roma me habrían vaticinado un lunes regular después de tirarme media hora persiguiendo contenedores de Cáritas por todo El Toyo para soltar la ropa que me ha quedado grande. Tres de tres. Llenos hasta los topes. En uno incluso un viejo tenis Adidas bloqueaba la puerta. Y mañana teniendo que ir al Mercadona. ¿Dónde voy a meter las 18 botellas de agua con los dos bolsones de Ikea a rebosar de ropa? ¡Que ahora que los tengo dentro no los voy a sacar otra vez fuera! Qué estrés. A lo mejor es una señal divina del cielo de que no puedo donar mis vaqueros Mango de la 42 porque los voy a necesitar de nuevo.
Qué espanto.
Y es que...
No sé si puedo confesar algo así.
Porque no es la primera vez que me ocurre en este largo proceso, aunque siempre supone el mismo terror ingénito a volver a lo de antes.
¡¡Síiiiiiii!! ¡¡Aayyy!!
He engordado un kilo.
¡¡Es lo peoooor!!
¿Ya está? ¿El sueño de parecer una barbie pija se acabó? ¿De codearme con las flacas? ¿De probarme ropa de adolescentes? ¿Volveré a ser la de antes?
Claro que es lo que tiene irse de puente con la familia, tres kilos de bizcocho casero de la Tahona, un millón de quintos de cerveza Estrella Levante en oferta en el Carrefour y que tu madre lo cocine todo con tocino. ¿Asado al horno de leña? Con mucho tocino. ¿Arroz a la lumbre? Como no, con tocino. Es como si hubiera intentado inyectarme en vena la grasa que he perdido. Entiendo que para la familia, después de 40 y pico años, el que yo haya pasado a ser la flaca ha supuesto un golpe bajo y es posible que me haya cargado el orden divino. Pero me niego en rotundo a cumplir con los designios de mi madre.
Así que llevo desde el viernes pasando hambre. A base de bíceps, he logrado meter la bolsa Ikea que contenía los dichosos vaqueros en uno de los contenedores. Ya está. Hecho. Ya no puedo engordar más si no quiero hacer el ridículo más espantoso llevando unos pantalones demasiado pequeños, como en esas fotos de gente embutida en leggings minúsculos que cuelgan en el facebook.
Y no llamo a Cáritas para quejarme de que ya ni una buena obra puede hacer una, no vaya a ser que me pidan que les lleve yo misma la ropa, que en Cáritas siempre están lampando (o como dicen en mi casa, ampando) por gente que eche una mano.
Llevo con esta sufrimiento desde el viernes que fue cuando me pesé en el peso oficial de los viernes (por 20 céntimos te dicen tu PI, tu IGC y también tu IMG) y se me cayó el universo encima.
Mientras empujo la bolsa para dentro, de pronto recuerdo que sólo me he traído dos mandarinas para desayunar y que puede que sea poco, sobre todo si el lunes resulta ser una mierda y necesito ingerir más calorías para aguantarlo. Compruebo lo que temía y es que efectivamente sólo llevo unos céntimos. Y en la cantina no tienen más manía que calentar las cañas de chocolate al horno. ¿Sabéis cómo huelen los pasillos? Pero no, resistiré, resistiré porque tengo un propósito que es llegar a mi cumpleaños con ese kilo menos. Así que habrá que saborear las mandarinas y pensar en otra cosa. Hoy de comer, gurullos. Pero sin pasarse que después en el gym no hay quién levante el culo. Total, solo tengo guardia de recreo precisamente en la cantina, para controlar que los chicos no se descontrolen y ver pasar ante mis ojos unos doscientos alumnos y alumnas y sus paninis de atún y sus bocadillos de jamón serrano y de tortilla y sus cañas de chocolate. Y yo con mis dos mandarinas.
Hay que ver los obstáculos que te pone la vida a veces. Ay.
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