Después de encenderse el cigarro con una cerilla, se había apostado como cada noche contra el muro del patio, subida encima de los dos ladrillos superpuestos que colocaba a sus pies para poder asomarse y mirar al otro lado entre las nubecillas de humo blanco que jugaba a dejar escapar de su boca. A pesar de ser verano, hacía fresco, lo notaba, vestida únicamente como iba con una fina camiseta de tirantes y las bragas.
Apostada contra el muro, observaba a lo lejos cómo los rayos descargaban todo su aparato eléctrico contra el horizonte ondulante a ratos iluminado a ratos tan negro como la noche y las nubes que la habían cubierto, y contaba maquinalmente, como lo había hecho siempre, los segundos a la espera del trueno para calcular la distancia a la que se encontraba la tormenta.
Entonces sintió el ligero roce de una fina llovizna de agua salpicando su piel desnuda y no agachó la cara para protegerse sino que la levantó al cielo para recibirla gozosa, tan pura, clara y fresca. Cerró los ojos y dejó que las finas gotas se posaran delicadamente sobre su tez. Lamió con una avidez desconocida las pocas que se detenían sobre sus labios y aquel agua apenas catada le pareció fría y deliciosa.
Quieta, con la cara levantada y los brazos abiertos, apenas salpicada de rocío, aquella llovizna incipiente fue despertando en ella el deseo primigenio y trémulo de ser empapada por aquel agua, y se impacientó por la levedad de aquella llovizna, pues ahora sabía que la quería fuerte, intensa y violenta.
Y la noche de San Juan escuchó sus plegarias de ser bañada por la lluvia y el cielo sobre ella se iluminó intermitentemente a la vez que estallaron los truenos y se sobresaltó sabiendo que la tormenta estaba ahora encima de ella. Y en el segundo que siguió el estruendo, un aguacero frío se arrojó sobre ella, y el agua cayó sobre su cara levantada con tal fuerza que en un segundo ya no pudo respirar, sintiendo cómo el agua la ahogaba en un beso tortuoso y mojado mientras se derramaba por su garganta, pero no agachó la cabeza, y jadeando fuerte mantuvo su cara levantada contra la tormenta tal era su deseo de que el agua la tomara.
Y mientras el agua se deslizaba por su ropa y la penetraba, sintió el deseo intenso de dejarla correr sobre su piel desnuda; deprisa, agitada con la promesa de la acometida, se quitó la ropa quedando desnuda bajo la corriente de lluvia que formaba escorrentías sobre la curva de sus senos erguidos y de sus nalgas que restregaba contra el muro para no caer, en un difícil equilibrio sobre los ladrillos, y en pocos minutos ya no quedaba un solo resquicio de su cuerpo por mojar. Entre jadeos, el agua corría por un cuerpo dócil y suplicante domesticado por el hambre, lo sujetaba con dureza contra el muro del patio y lo embestía con sus ráfagas y sus sacudidas una y otra vez. Los estallidos de los truenos cubrieron los jadeos y los gritos hasta que el cuerpo se sació, y poco a poco los gemidos se fueron agotando con el deseo colmado y fue entonces cuando la tormenta y los truenos se alejaron acallando poco a poco sus voces.
Y como si nada hubiera ocurrido nunca contra el muro del patio, el agua se retiró mansamente dejando discretamente su cuerpo empapado, jadeante y agotado con un recuerdo tan irreal como incierto.
Y como si nada hubiera ocurrido nunca contra el muro del patio, el agua se retiró mansamente dejando discretamente su cuerpo empapado, jadeante y agotado con un recuerdo tan irreal como incierto.
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