jueves, 27 de septiembre de 2018

El día que un unicornio se me cagó encima

Viernes tarde noche. En lugar de estar medio desnuda y tirada en mi sofá, recuperándome de todos los sinsabores y estragos de la semana, buscando algo que ver en el Netflix mientras preparo alguna entrada, aquí estoy, sentada en casa ajena, vestida, e intentando ser lo más cordial y agradable posible porque mi niñita se ha empeñado en ir a casa de su amiguita a hacer slim de purpurina rosa. He prometido a la madre que nos iremos pronto pues yo en esas condiciones, no me gustaría recibir visita en mi casa. El viernes a partir de las 19:15 es sagrado de siempre, es mi momento de la semana, y esta mengaja se lo ha apropiado. Para variar. Mientras conversamos animadamente, veo con espanto cómo mi niñita acaba de dejar el bote de purpurina encima de la mesita de cristal inmaculada justo en frente de mí, y como todos los que han convivido con botes de purpurina saben, los botes de purpurina los carga el diablo. Así que en medio segundo agarro el bote y lo meto en el bolso sin que nadie se haya percatado del desastre que se podría haber desatado.

Lunes. 9:15 de la mañana. El peor momento de la semana. Un lunes más no me ha quedado más remedio que llegarme hasta el instituto. Meto la mano en el bolso, saco las llaves, horror, esto ¿qué mierda es? ¡La purpurina! Llevo las manos, las llaves, todo lleno de purpurina rosa. Entro en el instituto como si hubiese agarrado un mojón, firmo, y enfilo hacia el cuarto de baño.

Martes por la mañana. Cuarenta minutos antes de la hora H. Un cuarto de hora para llevar a la niñita a la puerta del cole. La hora mágica de las ideas brillantes. Ya me he lavado los dientes, lavado la cara, echado la crema hidratante Biotherm para la cara y la del Mercadona para el escote y cuello, hoy me he puesto mi vestido largo de tirantes, voy con escotazo, y me acuerdo de la purpurina. Extraigo con precisión quirúrgica el bote de la purpurina y compruebo con espanto que está casi vacío. No me queda más remedio que vaciar el bolsillo contaminado. Llevo el bolso hasta el servicio, sacudo el bolsillo encima de la taza del váter y ahí es cuando la purpurina en un acto desesperado ¡se levanta en una nube y se esparce por todos lados! El váter es rosa. La tasa del váter es rosa. El bolso es rosa. Todo a mi alrededor es brillante y rosa. Llamada desesperada a la niña para que aprecie la que he liado (cuándo va a ver otra vez un váter de agua rosa y brillosa) y soplido espontáneo e inconsciente al bolso. Ipso facto la purpurina del bolso vuela por los aires hasta depositarse en mi escote, mi pelo y parte de la cara. 

No hay nada que quite la purpurina. Excepto meterse en la ducha. Quedan cinco minutos. Sólo puedo hacer una cosa: ignorar la purpurina.
Lo malo fue que por mucho que ignorara el hecho de que brillaba más que un pino en Navidad, nadie  más ignoró lo resplandeciente que iba. Aquel día, corrieron varias versiones de los hechos. La real, claro, que fue la que yo di. La de que por las noches trabajo como drag queen en algún antro de la costa. La de que tuve un encuentro con un unicornio y este se me cagó encima. O la más creíble, después de todo un año insistiendo a mis alumnos en lo bonito que quedan sus trabajos cuando van aderezados con purpurina, que aquella mañana, en un renuncio, me eché voluntariamente el bote de purpurina por encima y me fui tan ricamente para el instituto. Lo normal. 




(A día de hoy, sólo me quedan residuos. A quien se le ocurre señalármelo, gruño. Este año, no pediré purpurina en los trabajos)




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