lunes, 1 de octubre de 2018

Baudelaire

Si fue porque el Candy Crush me tuvo secuestrada, si fueron las fluctuaciones de mi peso o los cambios drásticos experimentados en este período, nadie sabrá nunca con exactitud por qué un día enmudecí y dejé de escribir. Sin embargo, eso no quiere decir que durante los tres años de mi silencio, no ocurrieron cosas, cienes y cienes, algunas olvidadas para siempre, y otras que me gustaría recordar.

Lo único que me llevó a embarcarme en un crucero fue ver con mis propios ojos las ruinas de Pompeya. De la misma manera, me hice la promesa hace décadas de que la próxima vez que viajara a París, visitaría su tumba. Yo soy así de dramática y de peliculera. 

Fue antes del almuerzo. Estaba nublo. La tropa nos despedimos a las puertas del Panthéon y yo emprendí la marcha hacia el cementerio de Montparnasse. Disponía de un par  de horas para encontrarlo. De haber tenido roaming, supongo que no me habría puesto nerviosa. Pero no contaba ni con gps ni con internet y sí con mi épico sentido de la desorientación y la fotocopia de un mapa. Así que mientras andaba a paso rápido, notaba el corazón batir muy fuerte porque era de esas dos o tres cosas que había deseado hacer desde siempre y si a la hora y media de mi búqueda, no lo encontraba, habría de volver con las manos vacías y el corazón partío. 

Siempre había creído hasta hace unos años, cuando les pedí a mis hermanos que buscaran su tumba y no la encontraron, que estaba enterrado en el cementerio del Père Lachaise. Pero no. Su cuerpo está enterrado en el cementerio de Montparnasse. No sé cómo lo hice sin perderme, de hecho, tuve la tentación en un par de ocasiones de darme por vencida y volver. ¿Sabéis lo que es ir andando y no reconocer ni un solo nombre de calle?? Pero seguí adelante y luego crucé dos calles y me encontré con un recinto recubierto de hiedra por fuera en una calle vulgar, todo alrededor del cementerio, al menos por la entrada que yo tomé era vulgar. Nada daba a entender que ahí estaba él. Es que no creo siquiera que esa fuera la entrada principal, sino una lateral, casi de servicio. Pero me daba igual, estaba por fin dentro del cementerio, un poco más cerca de su tumba. Claro. No sé cómo no me eché a llorar. Ahí, delante de mí, tenía un laberinto de alamedas y de tumbas apiñadas. Se me cayó el alma a los pies. El reloj seguía con su tictac, y encontrar su tumba me sería tan fácil como encontrar una aguja en un pajar. 

No sé cómo fue. No sé cómo lo logré. Si había indicaciones o lo tenía puesto en el mapa. Sé que lo conseguí y que de pronto estaba ahí a mis pies. Y ya había visto fotos de su tumba, pero pasa tan desapercibida en la maraña de sepulturas, es tan insignificante, y no entiendo por qué el mayor poeta de todos los tiempos no tiene un mausoleo del tamaño de un castillo dedicado a él solo. Dos personas se encontraban allí, admirando su tumba, vanagloriándose por su hallazgo, igual que lo habría hecho yo de haber ido acompañada. Esperé pacientemente a que se echaran las fotos preceptivas y poder estar a solas con él. Recuerdo que me senté  y supongo que le estuve hablando de lo que me había llevado hasta ahí. Fueron minutos, sólo minutos. Aún hoy me queda el sabor amargo del pesar al pensar que no volveré a su tumba, a estar cerca de él por un rato y hablarle y contarle lo que él me hizo. 

Así que creo que algún día, tranquilamente, volveré. 







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