Conforme voy cumpliendo años, me cuesta más y más disimular el hastío que me provocan esos personajes que como moscas cojoneras, esputan a diestro y siniestro el veneno que desprenden sus palabras. Fue una de estas personajas la que pareció sorprenderse muchísimo de que no tuviera intención de concursar para venir a trabajar a esta localidad. No fue un "Ah, ¿y por qué no quieres irte a tu pueblo?" sino más un "Pues anda que preferir coger el coche todas las mañanas a irte a tu pueblo" y además con cara de asco, oiga. Y a ti, ¿qué mierda te importa? Pero bueno, en esos casos es mejor dar la callada, supongo.
Yo tengo mis motivos. Lo que no iba a decirle, porque no lo habría entendido tampoco (a la gente que escupe veneno no le interesan las trivialidades), es que todas las mañanas, al pasar la salida de la Cañada, tras una curva, de pronto surge a lo lejos el Cabo de Gata. La visión tan sólo dura unos minutos, en cuanto llego a la rotonda del Alquián, desaparece tras el Toyo, y no hay día que no tenga la tentación de pararme en mitad de la autovía a echarle una foto y enseñar al mundo entero el espectáculo que se despliega ante mí cada mañana.
Juro que no ha habido dos mañanas iguales. No ha habido amanecer que imitara el anterior, no ha habido dos juegos iguales de luces del sol cuando a esas horas espabila. Hay mañanas que se pintan de rosicler y otras de color de las tormentas. Hay mañanas en las que el Cabo me ha dejado sin habla y sin respiración con su espejo de aguas quietas reflejando los rayos dorados del sol y de la luna y tentándome a dejarlo todo para quedarme en su orilla. Y en cambio hay días en que el Cabo está triste y hay días en los que está de morros. El viernes, se escondió detrás de una densa bruma y sólo me quedó imaginar su contorno tras la opacidad de la niebla. Y es que ya conozco su silueta, puedo dibujar la curvatura de sus picos con el dedo en el aire, he aprendido su perfil de memoria a lo largo de estos años.
Juro que no ha habido dos mañanas iguales. No ha habido amanecer que imitara el anterior, no ha habido dos juegos iguales de luces del sol cuando a esas horas espabila. Hay mañanas que se pintan de rosicler y otras de color de las tormentas. Hay mañanas en las que el Cabo me ha dejado sin habla y sin respiración con su espejo de aguas quietas reflejando los rayos dorados del sol y de la luna y tentándome a dejarlo todo para quedarme en su orilla. Y en cambio hay días en que el Cabo está triste y hay días en los que está de morros. El viernes, se escondió detrás de una densa bruma y sólo me quedó imaginar su contorno tras la opacidad de la niebla. Y es que ya conozco su silueta, puedo dibujar la curvatura de sus picos con el dedo en el aire, he aprendido su perfil de memoria a lo largo de estos años.
Y mañana, ahí estará de nuevo, durante unos minutos, dándole la bienvenida a un nuevo día, borrando un poco el tedio de otro lunes.
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