- Oye, perdona, ¿vais a tardar mucho en quitar la furgoneta de ahí?
La furgoneta, una vieja furgoneta destartalada de un suave color blanco roto tirando a beige, está en medio del callejón. En medio. Ni a la derecha ni a la izquierda. En todo el medio. Imposible maniobrar.
Sale a la calle. Chándal viejo, tripa prominente, otro trago a la lata de cerveza que lleva en la mano y que deja encima del techo de la furgoneta, y entonces por fin habla.
- ¿Es que quieres pasar?
No. Lo pregunto por entablar conversación. Es lo que suelen hacer las mujeres de mi edad en minifalda y pintadas a estas horas de la noche con el coche arrancado; sí, de esa guisa es como nos pone a nosotras preguntar a hombres que beben cerveza sobre el capó de sus furgonetas si tienen para mucho rato de tener el coche ahí en medio sin dejar pasar a nadie. Claro que por otro lado, pregunta tonta por pregunta tonta.
Pero lo peor de todo es que te he reconocido en seguida. ¿Sabes que hubo una época de mi vida en que te quise locamente como sólo saben querer los adolescentes? ¿Sabes que incluso te escribí uno de mis primeros poemas de amor? Tes yeux verts comme le ciel, bleus comme l'oceán... Aún lo conservo, no me preguntes por qué. No, con o sin poema no es que me hicieras demasiado caso entonces. Fue todo muy platónico. Y ahora mismo estoy rogando por dentro por si me reconoces tú también, que no se te ocurra siquiera recordarme que hubo un tiempo en que nos conocíamos.
- ¿Sabes qué? Da igual. Doy marcha atrás.
Y entonces me subí al coche y salí corriendo de ahí forever.
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