Hace un rato, mientras dormías, me he sentado a tu lado. Como solía hacerlo. Tú te dormías y entonces yo me sentaba junto a ti, aguardando a que despertaras. No tenía prisa en que lo hicieras. Aprovechaba para hacer mis mil cosas de siempre. Ya sabes que yo no echo siestas. De hecho, de un tiempo a esta parte, he perdido el sueño y mi cuerpo cansado y renqueante anda de día a duermevela y a veces también de noche. Así que cuando anunciabas que te ibas a echar la siesta en parte me consolaba que al menos uno de los dos lo hiciera.
Me he sentado a tu lado y te he mirado, dormías ajeno a mí. Y sin pedirte permiso, me he acurrucado contra ti. Como solía hacerlo. En aquel entonces, tu regazo me parecía tan confortable, seguro y cálido que tenía la ciega convicción de que nada malo me podía pasar estando ahí.
Me he sentado a tu lado y te he mirado, dormías ajeno a mí. Y sin pedirte permiso, me he acurrucado contra ti. Como solía hacerlo. En aquel entonces, tu regazo me parecía tan confortable, seguro y cálido que tenía la ciega convicción de que nada malo me podía pasar estando ahí.
Mientras tú echabas la siesta, he estado susurrando una y otra vez las palabras que te iba a decir por teléfono. Sonaban tan naturales, casuales, imprevistas e improvisadas como lo puede ser una llamada telefónica cualquiera. Sonríe.
Hace un rato, mientras escribía estas palabras que nunca leerás, desde el velatorio de esa especie de anomalía congénita que fue lo nuestro, he hecho tiempo por no coger el maldito teléfono, calculando cuánto gastaba el segundero en dar una vuelta al reloj y preguntándome por qué tardaba tanto en marcar el momento en el que me tenía que ir porque despertabas.
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