Apuestos caballeros y gentiles damas,
Acercaos acercaos a esta humilde lacaya,
No temáis perder unos minutos de vuestro tiempo,
Pues esta servidora os quiere contar un cuento.
Érase una vez una niña a la que de muy pequeña enseñaron a leer. Primero le enseñaron las letras y luego le enseñaron que la combinación de varias letras formaba sílabas y que a su vez estas sílabas formaban palabras. Después le enseñaron a juntar palabras y a formar con ellas frases y las frases juntadas dieron paso a pequeñas historias, y las historias se unieron entre sí y se transformaron en cuentos y los cuentos en novelas y aquella metamorfosis le produjo tal asombro y fascinación que primero pidió que le leyeran a todas horas, hasta que ante la imposibilidad de que nadie saciara su ansia, se puso a leer ella sola, y en lugar de salir a la calle a jugar con los demás niños, se quedaba en casa a leer, en cuanto tenía un rato leía, estaba siempre leyendo, leía constantemente. Y leyó y leyó, leyó durante mucho tiempo, en realidad durante años hasta que llegó un día en que se dijo que lo había leído todo y dejó de leer.
Aquel también fue el día en que decidió que quería escribir. Cogió un lápiz, una goma, un sacapuntas y se puso a garrapatear en una hoja de papel. Y después cogió otra hoja, y también la llenó de escarabajos, y luego cogió otra y otra y otra, borroneó cientos de hojas de papel, miles de hojas, cuadernos enteros de hojas en blanco emborronadas de guiones, de tramas, de relatos, de descripciones, de esquemas y de personajes, decenas, cientos, tal vez miles de personajes. Garrapateó hojas y cuadernos durante años hasta que un buen día se dio cuenta de que le era imposible escribir una de aquellas novelas que había leído y dejó de escribir.
Aquella fue una época gris de su existencia pues su incapacidad por escribir le produjo una enorme desazón y también le dejó un gran vacío que intentaba rellenar con lo primero que surgía en cada momento. Sin embargo, al cabo de un tiempo, aunque le resultaba imposible escribir, se dio cuenta de que borronear hojas en blanco con sus palabras y con sus frases era lo único que quería hacer. Así que decidió que seguiría cubriendo hojas en blanco de garabatos y en lugar de crear una novela contaría su propia historia. Cogió de nuevo un lápiz, una goma, un sacapuntas y una hoja en blanco y se puso a escribir sobre ella misma y sobre las cosas que le pasaban.
Y contrariamente a lo que le había pasado antes, le empezó a gustar lo que escribía y con aquel nuevo entusiasmo se creció y tal y como lo había leído hacer en aquellas novelas, se atrevió a modificar sus historias, sus tramas y sus personajes, y tal y como lo había practicado en aquellas hojas de papel, empezó a llenar sus historias de asíndeton y de
políptoton, de metáforas y de alegorías. Y se dio cuenta de que era tan hábil haciéndolo que lograba que sus historias cobraran a primera vista forma de cuentos.
Y entonces siguió creciéndose y pensó que tal vez a la gente le gustaría escuchar sus historias. Y se puso a contarlas a la gente y por el desconcierto, las carcajadas y las sonrisas que provocaban, supo que a la gente le gustaban sus historias.
Ahora bien, si alguien hubiera tenido la idea de escuchar una de sus historias dos veces seguidas o de prestar atención a lo que contaba para repasar sus formas y detenerse en la esencia de sus palabras, se habría dado cuenta en seguida de que detrás del desconcierto, de las carcajadas y de la sonrisa, de los malabarismos y de las contorsiones imposibles con las que manejaba a placer las palabras, no había absolutamente nada, nada más que el vacío de su arte, un arte menor tan efímero y superficial como el efecto que provocaba en la asistencia.
Pues sólo el poeta puede crear poesía, sólo el escritor puede escribir.
Lo suyo era humo, simple humo, un humo que manejaba con destreza y ella una simple charlatana de feria, una charlatana que un día soñó que sabía escribir.
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