Y tras la noche más oscura y confusa amaneció el día, y era claro y rotundo.
Abrió los ojos de una autómata. Se levantó y se dirigió a la ventana. Ninguna mancha que despejar por ningún rincón del horizonte. La luz cálida ya escampaba a las estériles sombras. Se dibujó en la cara una sonrisa amplia de victoria y la mirada se le hizo azote.
Estaba agotada. Una vez más acababa de luchar con la noche que acababa de morir sin lograr vencerla. Pero ahora empezaba de nuevo el reino del día.
Se vistió. Cubrió con meticulosidad y delicadeza las cicatrices de su pecho con un paño de oro y por encima del paño se colocó el peto de cuero.
Unas horas antes de que se abrieran los albores del nuevo día, a la hora de su cita con la noche, esta la había montado para arrancarle los párpados y comerle la oreja con la misma esperanza de siempre hecha de caricias, de jadeos y de falsas promesas.
Y ella como una autómata había permanecido quieta en la cama, aguantando las embestidas de la noche sobre las costuras de su cuerpo.
Se vistió. Cubrió con meticulosidad y delicadeza las cicatrices de su pecho con un paño de oro y por encima del paño se colocó el peto de cuero.
Unas horas antes de que se abrieran los albores del nuevo día, a la hora de su cita con la noche, esta la había montado para arrancarle los párpados y comerle la oreja con la misma esperanza de siempre hecha de caricias, de jadeos y de falsas promesas.
Y ella como una autómata había permanecido quieta en la cama, aguantando las embestidas de la noche sobre las costuras de su cuerpo.
Pero ahora se había hecho el reino de la luz de nuevo. Y todavía le quedaban doce horas por delante antes de la noche.
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