Una piensa que madrugando no se va a encontrar a nadie en el mercado y luego resulta que estaba lleno. Pero no es como ir al mercado de Garrucha lleno de paletos de capital; este estaba lleno de gente de aquí y su forma de ser siempre me resultó cuando menos fascinante.
Conforme se va quitando el calor apetece más ir a ver cómo los puestos se van llenando poco a poco de los frutos del otoño. Ya hay jíjoles y granadas. Los mercados de aquí huelen a encurtidos y salazones. Es un olor fuerte y singular (últimamente lo singular cotiza alto frente a la vulgaridad...) mezcla de olivas fermentadas que recuerda un tanto el olor intenso de las almazaras y del no menos intenso olor del bacalao y de las sardinas saladas y reconozco que al principio de vivir aquí no me agradaba e incluso en alguna que otra ocasión me resultaba nauseabundo. Pero ahora me gusta y dependiendo del momento incluso puede despertarme el apetito. Me he traído un botecillo de miel de Tíjola (llevo todo el verano con antojo a miel, cosas mías) de la que se pone blanca cuando hace más frío, como la que nos daba mi abuelo Paco cuando nos íbamos ya para Francia y a una mujer ya mayor de la Rambla le he comprado unos pimientos secos de los asados que son los que frío para las migas y una bolsa de tomates secos que tenían un color impresionante.
Y es que todo no va a ser malo del otoño y ya van apeteciendo los platos de cuchara.
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