Aquella mañana, la llamaron del despacho del director sin decirle a qué se debía aquel requerimiento pero era de todos conocida la visita del inspector en el centro en aquel momento, información que de todos modos tuvo a bien el recadero recalcarle para su tranquilidad. Así que no es de extrañar que antes de presentarse allí le pidiera al recadero que la excusara un momento pues debía acabar algo urgentemente, y urgentemente se dirigió al aseo envuelta en un ataque de histeria que se había trasladado inopinadamente a la parte baja de sus intestinos. Ya resuelto el asunto, salió asustada con semblante tranquilo hacia el despacho donde la esperaban. Al entrar, los hombres que allí se hallaban se levantaron por cortesía y uno de ellos se adelantó a estrecharle la mano. No lo conocía y dedujo que del susodicho se trataba, el cual parecía llevar la voz cantante y le pidió amablemente que se sentara. Le tendió una hoja impresa que tuvo dificultad en leer pues aquellas palabras no lograban cobrar sentido en su cabeza ni siquiera amenizadas por lo que le estaba contado aquel caballero. Pero se dio cuenta al cabo de un rato de que todos los allí presentes se habían callado y al levantar los ojos de la hoja se percató con espanto de que todas las miradas apuntaban hacia ella y que para empeorarlo todo aún más, parecían expectantes. Atónita como estaba, logró farfullar una disculpa pidiendo que le repitieran aquello último pues se había distraído un segundo y quería estar segura de lo que comentaban. Y de nuevo la incongruencia de las palabras al penetrar su oído y su vano intento por analizarlas y ordenarlas para encontrarle sentido a aquello. Ni modo. Así que se levantó, observó por el rabillo del ojo el entorno, les sonrió a todos amablemente y despavorida salió corriendo del despacho, del edificio y del centro.
A día de hoy nadie de los allí presentes ha sabido dar una explicación convincente a aquel episodio.
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