La mañana en la que se volvió invisible, supo que su tiempo entre los hombres había acabado y debía emprender el camino de vuelta cuanto antes.
El tiempo acuciaba, las lágrimas no la dejaban ver. Obligada a correr a ciegas, con la memoria a tientas, su silueta era la de un títere de cintura desencajada y miembros dislocados a punto de resbalar a cada zancada que daba sobre el pavimento mojado.
El mundo se había quedado mudo y sordo de un silencio de acero roto sólo por sus sollozos que embarraban las calles con la abundante cortina de llanto que manaba de sus ojos.
Entendió cuán doloroso resultaba ahora que durante los largos años otorgados, el contador restara uno cada día hasta agotarlos todos.
Llegó a la librería vacía de hombres y repleta de libros que ella conocía muy bien, abrió la puerta y entró sin darse la vuelta. Su cuerpo se iba enderezando a medida que se acercaba a la última estantería, la que estaba pegada a la pared de la trastienda y que se encontraba ahora en penumbra en la sala apagada. Cuentan los que la conocen que la última vez que la vieron andaba por Macondo.
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