Por fuera advino finalmente el reino de la impavidez, solitaria, cobijada bajo el árbol cuyas raíces negras como el tizón se habían ido entrelazando a lo largo del tiempo con las delgadas líneas azuladas de las venas que jaspeaban las extremidades nervudas y huesudas de la reina; el árbol cuya sombra enmascaraba el ápice indeleble de sorna del rostro esfinge; el árbol cuyas hojas coloreaban de su reflejo cetrino el mustio de la piel enferma y el surco que cercaba los ojos. La esperanza yacía difunta en un hoyo cavado por ella misma a pocos metros del árbol bajo el cual sostenía firmemente su yugo. Sola y absoluta.
Por dentro sin embargo arreciaba ahora un océano de tormentas, todas las tormentas en una tempestad de tempestades y a duras penas por encima de los aullidos del vendaval y los latigazos de las olas podían oírse los gritos y los llantos y eran gritos y llantos tan hondos y aterradores como el hoyo donde yacía la esperanza.
Pero por fuera el temporal sólo insinuaba a ratos una suave brisa que aventaba la melena de la impavidez, enmarañando mechones de su pelo pardo con las ramas más bajas del árbol.
Y de pronto, por encima de los gritos y de los llantos, de los aullidos y de los latigazos, sonó aquel canto, hondo y moribundo, del hijo que llora a la madre malherida por malherir a la madre. Y del pecho de la impavidez subió un sollozo de lágrimas que arremetió contra los ojos. Y el pecho horrorizado se apoyó sobre el yugo incapaz de entender la convulsión que lo agarraba. Y los ojos miraron con furia aquellas lágrimas, pues la esperanza había muerto y ahora reinaba la impavidez y habían sido desterradas de la tierra las lágrimas así como las risas.
Por dentro sin embargo arreciaba ahora un océano de tormentas, todas las tormentas en una tempestad de tempestades y a duras penas por encima de los aullidos del vendaval y los latigazos de las olas podían oírse los gritos y los llantos y eran gritos y llantos tan hondos y aterradores como el hoyo donde yacía la esperanza.
Pero por fuera el temporal sólo insinuaba a ratos una suave brisa que aventaba la melena de la impavidez, enmarañando mechones de su pelo pardo con las ramas más bajas del árbol.
Y de pronto, por encima de los gritos y de los llantos, de los aullidos y de los latigazos, sonó aquel canto, hondo y moribundo, del hijo que llora a la madre malherida por malherir a la madre. Y del pecho de la impavidez subió un sollozo de lágrimas que arremetió contra los ojos. Y el pecho horrorizado se apoyó sobre el yugo incapaz de entender la convulsión que lo agarraba. Y los ojos miraron con furia aquellas lágrimas, pues la esperanza había muerto y ahora reinaba la impavidez y habían sido desterradas de la tierra las lágrimas así como las risas.
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