No me gusta. Lo leeré porque no me queda más remedio que conocer el final pero no me gusta. No sólo no me gusta sino que su lectura se está haciendo intolerable. La prosa descriptiva de Muñoz Molina es intachable, excelente, superior, envidiable, sí, realmente envidiable de cómo es capaz de dar vida y cuerpo al objeto más insignificante, sin aburrirnos, sin sorprendernos, de la manera más natural del mundo; nos hace cómplices de su visión de las cosas, nos es fácil entenderla y casi participar de ella, y a la vez apabulla por la precisión y la belleza de la palabra. Pero estoy irremediablemente empezando a detestar ese libro. Es atroz, abominable. No puedo leer la muerte de una niña, no puedo leer cómo la han violado ni cómo le han metido las bragas por la boca, no puedo leer el dolor infundido y quedarme indiferente como si la cosa no fuera conmigo. Y ese conato de empatía indeseada es lo que me hace abominable la novela de Muñoz Molina. Y me gustaría coger el libro, enterrarlo y olvidarme de que se me ocurrió una vez abrirlo. Pero es que quiero que ese excremento muera de la manera más indecible y abyecta que pueda imaginarse. Y como Muñoz Molina no se ponga de parte de la víctima, al mínimo intento por humanizar ese excremento, no volveré a leer a Muñoz Molina en mi vida.
Sí, lo admito, soy así de fanática.
Y debe haber una manera más allá de la muerte, más terrible que esta de que estos excrementos la paguen. Sólo es cuestión de pensarla.
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