Era incapaz de hacerlo. Aquellos que la conocían bien, lo sabían. Era un comportamiento invariable. No podía mirarles a los ojos. No. No sólo no los aguantaba por dentro sino que aquella aversión se manifestaba en su incapacidad absoluta por mirarles a la cara. No supo nunca si no quería encontrarse con los ojos de aquellos a los que no quería ver o si temía que a través de sus ojos fueran capaces de hacerle aún más daño del que ya le habían hecho. Los que la conocían podían adivinar que algo no iba bien cuando la veían actuar confusamente buscando la manera de no desvelar su tara. Y cuando ya no le quedaba más remedio entonces miraba a los ojos con la cabeza ladeada, nunca enteramente de frente, y en su mirada de ella se adivinaba un atisbo de sufrimiento al hacerlo.
Así que nada le sorprendió aquella mañana cuando al plantarse delante del espejo de su cuarto de baño fue incapaz de enfrentarse a su propio reflejo...
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