Aquel verano lo dedicó a mandar postales de los lugares que iba recorriendo durante sus viajes.
Eran bonitas fotografías de lugares tan diferentes a los de su propio verano que le sorprendió que fueran bañados por la misma luz del sol. Algunas venían acompañadas de una nota escueta que describía el lugar exacto donde habían sido tomadas. Eran lugares hermosos de esos que ilustran los libros y las revistas, algunos muy familiares para ella aunque jamás hubiera estado allí y la idea de que él sí estuviera la alegraba y le provocaba una dulce envidia a partes iguales, como ya se lo había confesado.
Mientras las contemplaba, podía imaginarle sosteniendo la cámara, la mirada tras el objetivo, el dedo sobre el disparador y la boca que se calla en busca de esa instantánea que el ojo acaba de descubrir y que anhela capturar. No podía imaginar ni el momento del día o de la noche, ni el antes ni el después. Ni siquiera el porqué de esta y no otra estampa. Sólo el momento en el que la cámara se disparaba.
Él aparecía también en algunas de sus postales, casi siempre con semblante serio, y se alegraba tanto de verle que se encargaba de ponerle una sonrisa, aguardando con impaciencia el momento de volver a verle para oír sus historias.
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