El frío sorbe las noches de otoño desde el momento en que se pone el sol, las devora, bocado tras bocado, culminando su festín en la madrugada y nada me gustaría más ahora que quitarme esta bata, ponerme a salvo bajo mi edredón recién puesto y dormir, dormir y soñar en otros mundos y otras vidas tal vez más felices. Sí, soy rico en sueños, puede que no tenga demasiado valor para vosotros pero mis noches son a buen seguro más interesantes que las vuestras.
Pero no, en lugar de eso, estoy aquí, haciendo el tonto porque hace días que quiero dejar testimonio en algún sitio de esto que me pasa y no me salen las palabras como quiero que me salgan.
Ocurrió la semana pasada. Me gusta ponerme la radio en el coche. Además últimamente tengo sed de nueva música, como una necesidad vital que me surge de vez en cuando. Y si una canción me llama la atención hasta el punto de escribir las letras de su estribillo en un paquete de tabaco mientras voy conduciendo, deduzco que me gusta de veras.
Ha sido al teclear el nombre de esa canción y al entrar en la página oficial de youtube a la que me ha remitido google cuando me he dado cuenta por los fotogramas de los demás videoclips de que era la tercera vez que buscaba esa voz en un espacio relativamente corto de tiempo aunque no las había relacionado entre ellas hasta entonces.
Desde ese momento, esas tres canciones se han convertido en una obsesión, las escucho una y otra vez mientras intento entender el por qué de la fascinación que ejercen sobre mí.
No esperéis de mí una crítica musical. No entiendo ni jota de música, la escucho y sé distinguir entre lo que me gusta y lo que no y me sobra lo demás. Mi carrera musical acabó cuando tenía 6 años, cuando el maestro de música nos dio aquellas botellas de plástico con el fondo recortado para que las usáramos como instrumentos de viento. Me gustó cómo sonaba aquella corneta improvisada, conseguí sacarle diferentes notas, me estaba esforzando y me lo estaba pasando en grande, me estaba gustando eso de la música, y entonces unos compañeros me dijeron que había oído al maestro reírse de la cantidad de baba que estaba soltando por la boca al soplar y cómo lo estaba poniendo todo perdido. Ese día, le dije bye bye a la música. Tampoco canto, mi voz es fea y bronca, tengo la voz rota, no me gusta escucharme. Y luego está la voz de Lana, ora dulce y clara cuando susurra y gime, ora etérea y grave.
Me da igual quién es Lana del Rey en realidad. Me da igual que sea comercial, que me hayan vendido un producto prefabricado, que sea artificial, me da igual. Me dan igual todas las chorradas que os habéis inventado en torno a ella. QUE ME DA IGUAL.
Desde ese momento, esas tres canciones se han convertido en una obsesión, las escucho una y otra vez mientras intento entender el por qué de la fascinación que ejercen sobre mí.
No esperéis de mí una crítica musical. No entiendo ni jota de música, la escucho y sé distinguir entre lo que me gusta y lo que no y me sobra lo demás. Mi carrera musical acabó cuando tenía 6 años, cuando el maestro de música nos dio aquellas botellas de plástico con el fondo recortado para que las usáramos como instrumentos de viento. Me gustó cómo sonaba aquella corneta improvisada, conseguí sacarle diferentes notas, me estaba esforzando y me lo estaba pasando en grande, me estaba gustando eso de la música, y entonces unos compañeros me dijeron que había oído al maestro reírse de la cantidad de baba que estaba soltando por la boca al soplar y cómo lo estaba poniendo todo perdido. Ese día, le dije bye bye a la música. Tampoco canto, mi voz es fea y bronca, tengo la voz rota, no me gusta escucharme. Y luego está la voz de Lana, ora dulce y clara cuando susurra y gime, ora etérea y grave.
Me da igual quién es Lana del Rey en realidad. Me da igual que sea comercial, que me hayan vendido un producto prefabricado, que sea artificial, me da igual. Me dan igual todas las chorradas que os habéis inventado en torno a ella. QUE ME DA IGUAL.
Sólo me importa que cuando cierro los ojos, los acordes me transportan lejos, muy lejos de aquí, en un lugar fuera de este mundo, hecho de belleza y armonía. Cierro los ojos y veo sus cuerpos celestes y puros, blancos, desnudos, moverse despacio por el aire. Se contorsionan con languidez, atenazados por un exclusivo y desconocido placer; una melodía lenta, lasciva, acompasada al ritmo de dos amantes que se buscan y juguetean, ahoga sus jadeos; y si el ritmo de la música acelera, sus espaldas se arquean y sacuden sus largas melenas doradas y cobrizas, mientras sus caderas cabalgan arrogantemente sobre otros cuerpos menos puros a los que retienen entre sus muslos de mármol, agarrándome el estómago. La música vuelve a su ritmo quedo. Respiro de nuevo.
Pero, aunque no os lo creáis, cuando la escucho, no siento amor, ni tan siquiera deseo. No deseo a Lana, no deseo besar la pulpa de sus labios, ni cabalgar entre sus largas piernas esculpidas en la piedra. Los lentos acordes de sus melodías me conducen de pronto a habitaciones aterciopeladas de colores pardos donde lo único que irradia luz es la piel de nácar de jóvenes peinadas a lo Verónica Lake cuyas miradas hastiadas de dar placer me miran con desdén y atraviesan mi pecho como dardos de fuego.
La voz de Lana me inquieta y me angustia. No es amor lo que emana de ella sino la muerte de la esperanza y la corrupción de los sentidos. Y cuando la escucho me vienen a la mente sensaciones otrora vividas que creía olvidadas y que experimento ahora a flor de piel una y otra vez.
Porque todos tenemos una parte de pureza y otra de pecado. Porque todos somos luz y oscuridad. Porque somos vida y sin embargo, somos irremediablemente muerte.