Mañana hará un año. Un año ya. Es imposible que haya pasado ya todo un año. Pero es así.
Esta mañana iba conduciendo en el coche, a veces la música no es suficiente para impedir que la mente quede atrapada en los pensamientos y hoy no ha sido muy distinto a tantos otros días. Será por el tiempo que hace. Está lloviendo y hace frío. Hace frío de invierno y la lluvia se presta más a los pensamientos taciturnos. Por eso prefiero el sol, el salvífico sol, que me hace sonreír quiera o no quiera. Hoy está lloviendo. El año pasado no llovía. El año pasado fue muy seco. Y mientras iba conduciendo, he tenido el pensamiento de que no podía faltar ya mucho para la fecha. Así que he abierto la guantera y he sacado el sobre que lleva ahí metido un año, con los resultados. Mañana hará un año de la mamografía. De aquel señor que me dijo que no era grave pero que tenía que ir cuanto antes a mi ginecólogo. De aquel mal diagnóstico que me golpeó por sorpresa y me derrumbó por unas horas. El mismo que me descubrió que no pertenezco a los valientes. El mismo que me tuvo por unas horas cavilando a la orilla de un abismo.
Puedo recordar las horas infinitas del siguiente día en el instituto, el último sitio donde tendría que haber estado. Lo recuerdo extrañamente vacío de gente. No tendría que haber ido allí ese día, ajeno, frío e indiferente a lo que me estaba pasando. Y yo que ya me hacía muerta.
Y luego, muchas horas después, por fin la voz ronca del ginecólogo, un señor mayor gruñón que fuma como un carretero, medio gritándome que no tenía nada "¡Tú no tienes NA!" y yo agarrándome como una náufraga a sus palabras.
La noche previa a la siguiente prueba, la que iba a decirlo todo, una noche infinita en vela y en ayuno, como si de algo hubiera servido que no comiera ni durmiera. Pero es que no tengo hambre de nada porque lo único que quiero es no tener nada, sabe usted.
Y por la mañana, el viaje a Almería a solas conmigo misma. Y los ojos tontos que deciden ahora que tienen sueño. Claro que tienes sueño pero no puedes dormirte ahora hasta no saber. ¿Lo entiendes? Maldigo una y otra vez mi estirpe por hacerme tan dramática. Y me alegro de mi estirpe una y otra vez por ser tan dramática porque de no serlo, la enfermedad me pillará desprevenida y con cara de tonta. "¡No puede ser! ¿Que tengo qué?" No. A mí no me pillará por sorpresa. Yo diré valientemente lo de "Doctor, hable claro, ¿cuánto me queda?" Esa clase de pensamientos tan productivos es la que me llena la cabeza durante el trayecto. Tengo mucho sueño. Me dormiría ahora mismo.
Y luego la absurdez de todas esas pruebas, la falta de dignidad del que va a espicharla. La penumbra de la habitación. La camilla donde el celador corre un poco del rollo de mantelillo verde que está encima de la cabecera. Desnúdese pero sólo de cintura para arriba, puede dejarse los tenis puestos, ahí tiene una silla, la doctora llegará en seguida. ¿Pero me espero a que salga usted o me quito ya la ropa??? Me siento imbécil.
Esta mañana iba conduciendo en el coche, a veces la música no es suficiente para impedir que la mente quede atrapada en los pensamientos y hoy no ha sido muy distinto a tantos otros días. Será por el tiempo que hace. Está lloviendo y hace frío. Hace frío de invierno y la lluvia se presta más a los pensamientos taciturnos. Por eso prefiero el sol, el salvífico sol, que me hace sonreír quiera o no quiera. Hoy está lloviendo. El año pasado no llovía. El año pasado fue muy seco. Y mientras iba conduciendo, he tenido el pensamiento de que no podía faltar ya mucho para la fecha. Así que he abierto la guantera y he sacado el sobre que lleva ahí metido un año, con los resultados. Mañana hará un año de la mamografía. De aquel señor que me dijo que no era grave pero que tenía que ir cuanto antes a mi ginecólogo. De aquel mal diagnóstico que me golpeó por sorpresa y me derrumbó por unas horas. El mismo que me descubrió que no pertenezco a los valientes. El mismo que me tuvo por unas horas cavilando a la orilla de un abismo.
Puedo recordar las horas infinitas del siguiente día en el instituto, el último sitio donde tendría que haber estado. Lo recuerdo extrañamente vacío de gente. No tendría que haber ido allí ese día, ajeno, frío e indiferente a lo que me estaba pasando. Y yo que ya me hacía muerta.
Y luego, muchas horas después, por fin la voz ronca del ginecólogo, un señor mayor gruñón que fuma como un carretero, medio gritándome que no tenía nada "¡Tú no tienes NA!" y yo agarrándome como una náufraga a sus palabras.
La noche previa a la siguiente prueba, la que iba a decirlo todo, una noche infinita en vela y en ayuno, como si de algo hubiera servido que no comiera ni durmiera. Pero es que no tengo hambre de nada porque lo único que quiero es no tener nada, sabe usted.
Y por la mañana, el viaje a Almería a solas conmigo misma. Y los ojos tontos que deciden ahora que tienen sueño. Claro que tienes sueño pero no puedes dormirte ahora hasta no saber. ¿Lo entiendes? Maldigo una y otra vez mi estirpe por hacerme tan dramática. Y me alegro de mi estirpe una y otra vez por ser tan dramática porque de no serlo, la enfermedad me pillará desprevenida y con cara de tonta. "¡No puede ser! ¿Que tengo qué?" No. A mí no me pillará por sorpresa. Yo diré valientemente lo de "Doctor, hable claro, ¿cuánto me queda?" Esa clase de pensamientos tan productivos es la que me llena la cabeza durante el trayecto. Tengo mucho sueño. Me dormiría ahora mismo.
Y luego la absurdez de todas esas pruebas, la falta de dignidad del que va a espicharla. La penumbra de la habitación. La camilla donde el celador corre un poco del rollo de mantelillo verde que está encima de la cabecera. Desnúdese pero sólo de cintura para arriba, puede dejarse los tenis puestos, ahí tiene una silla, la doctora llegará en seguida. ¿Pero me espero a que salga usted o me quito ya la ropa??? Me siento imbécil.
Mucho después, al salir de la calle Padre Santaella, me encuentro con el sol de cara y veo a un montón de chicos a la puerta del Celia Viñas. Sí. Hace sol y debe ser la hora del recreo. Las calles alrededor del Mercado Central están repletas de gente. Busco una cafetería por la Obispo Orberá. Me siento fuera y me pido una coca-cola. Cojo el teléfono para llamar a todo el mundo. Sonrío. Es viernes 21 de marzo, el primer día del resto de mi vida.
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