En Francia, mi madre tomó como costumbre atar un lazo al tronco de las plantas que cultivaba en el piso. No sabría decir ahora de dónde procede aquella creencia. Lo hizo sistemáticamente, después de ver cómo se secaban algunas de ellas, las más hermosas, de forma inexplicable y sin poder evitarlo. Mi madre tiene un don para las plantas. No os creeríais lo que es capaz de hacer crecer en una maceta. Lo que es capaz de volver a la vida. Pero aquellas plantas no. Le fue imposible salvarlas. Una mujer de Ávila, inmigrante como nosotros, iba a veces a casa a tomar café y se llevaba a su madre, una mujer que yo recuerdo más que anciana, la anciana más arrugada que he conocido, de ojos hundidos y de moño blanco amarillento, siempre de luto. Al menos así la recuerdo. Mi madre siempre pensó que era una de ellas la que secaba las plantas. Sólo con mirarlas. Sin querer. Porque quien tiene la capacidad para echar el mal de ojo a menudo lo ignora y mucho menos puede controlarlo. Simplemente se ha fijado en aquella planta por ser la más hermosa y a partir de ese momento queda la planta condenada. Por hermosa. Otras veces son los niños los que enferman. Sin ningún motivo racional. Suelen ser niños hermosos, angélicos. Se ponen malicos sólo con mirarlos como no es debido.
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