Llegamos a la rotonda que sale de la
autovía.
Ahí, por el arcén, va andando un hombre. Parece un indigente. Lleva ropa
de un color oscuro uniforme, no se distingue muy bien dónde acaba la
túnica y dónde empieza la cintura del ancho pantalón. Está gordo, es mayor, anda
con la panza por delante y los hombros echados hacia atrás. Anda de
puntillas a ratos. Lleva melena, en realidad más que melena son greñas que le cuelgan alrededor de la coronilla absolutamente
calva. Nunca lo he visto antes. ¿Qué hace en mi pueblo? Nos acercamos. Esa mirada de ojos achinados, la conozco. Es él. Dios mío.
Frecuentaba el reservado del Roque en la misma época que nosotros. Alto, moreno, desgarbado, con un aire mestizo, unos pocos años mayor que nosotros, siempre iba con Leoncio hasta que mataron a este último en un accidente de coche. El conductor del coche que chocó contra el suyo iba borracho. Tenía entonces veintipocos años y no recuerdo por qué le decíamos Leoncio.
No sé si bebía antes de que muriera Leoncio. Sí sé que Leoncio era un chico prudente, educado y sano. Así que lo asocio con él y no me creo que fuera muy distinto.
Antes de esta mañana, el recuerdo que guardaba de él era el de hace unos pocos años, una ruina, siempre ciego, siempre borracho, siempre drogado, con la mirada vacía y endurecida, ida, al que procuraba no mirar demasiado por no provocar en él nada que no fuera indiferencia.
Bueno, en realidad, hasta esta mañana hacía tiempo que no guardaba nada de él.
Épave evoca en sólo cinco letras y dos sílabas los restos de un barco abandonado en la orilla de alguna playa desierta, una máquina rota, desconchada, sucia y oxidada y la carcasa de lo que fue alguna vez un hombre.
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