El domingo, frente a un buen plato de arroz, la conversación tomó un giro repentino hacia un episodio ocurrido hace ya tantos años. Por aquel entonces, estaba yo en CP (de milagro, pues la buena señora maestra no quería que siguiera en aquel curso por no hablar francés) que equivale hoy en día a primero de primaria y una tarde, la señora maestra (un ángel y dechado, ¿o era desecho? de virtudes) interpeló a mi madre al salir del colegio. Al parecer, la que suscribe, elemento peligroso donde los hubiera, le había provocado un hematoma subcutáneo o lo que se parecía más a un chupón a uno de los querubines que interactuaban conmigo en términos de co-compañeros dentro del aula y ni decir cabe que la indignada madre de aquel encanto de niño había ido ipso facto a presentar una queja (era la época preallymcbeal y aún no se estilaba demasiado lo de poner demandas). Mi madre se creció ante la acusadora y negó categóricamente la mayor, convencida como estaba de que su hijita, o sea moi, era incapaz de provocar semejante infamia habiéndome educado ella a mí como lo había hecho. Al parecer, días después de aquel incidente, la maestra pilló in fraganti a aquel niño (y además según recuerda mi madre, poseedor de un diente negro) infligiéndose en el brazo una autolesión similar a la que había provocado mi acusación. Mi madre nunca perdonó a aquella docente tan decente una inculpación tan ligera como injusta atribuyéndola entre otras cosas al hecho de ser extranjeros. Sería todo más fácil si los extranjeros tuvieran siempre la culpa de todo. De dicho episodio, sólo guardo el vago recuerdo de un recreo en el que me escondía detrás de unas niñas que estaban jugando a saltar una comba del elemento que me estaba persiguiendo por el patio para no sé muy bien qué. Ni siquiera soy capaz de recordar a aquella excelsa maestra. En fin... Recuerdos.
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