Se puso los cascos. No tanto para escuchar música como para que se callara el mundo alrededor. El momento le pertenecía, tenía derecho a ello, siempre con la acuciante necesidad de apartarse de todo con su única compañía, porque sólo ella la conocía, sólo ella sabía lo que pensaba y sentía.
Pocas canciones habían resistido el embiste de su hastío, y en mitad de aquellos acordes que sólo ella oía aparentemente a través de los cascos y que le repetían que lo quemara todo de pronto le vino el eco de voces hondas, sordas y oscuras, cercanas, que parecían hablarle en un idioma que desconocía de otro tiempo y otro lugar.
Y se preguntó hasta dónde tendría que huir para dejar de oír aquellas voces.
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