No fue premeditado. Sólo que los primeros días de octubre han decidido disfrazarse de verano. El calor ha empezado a remitir por fin pero la semana pasada fue asfixiante. Incluso desagradable. Así que decidimos ir a la playa. Tenía en mente la idílica imagen de una playa desierta barrida por un viento fresco mientras paseábamos por su orilla. Pero mis hijas son dos sirenas, incapaces de acercarse al agua y no tocarla. El agua estaba movida, claramente turbia tras la luz cegadora del sol de octubre que pica y al que cuesta acostumbrar la vista. Pero aún así, sus ganas de sumergirse en cualquier charco de agua son inagotables y no tardaron mucho en zambullirse en un agua helada e inhóspita. Y si esas dos renacuajas se bañaban, no íbamos a ser menos. El agua fría me dejó sin respiración nada más capuzarme. Pero fue sobre todo la visión del interior del mar lo que me asustó un poco, incapaz de reconocer el fondo traslúcido de nuestra playa de verano, como si penetrara de repente en un mundo paralelo a kilómetros de la playa que había dejado a escasos metros detrás. Lo admito. Nunca seré una sirena, por ese terror que siento a veces tan real y perceptible de que el mar me engulle para siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario