Vamos de purgatorios en purgatorios. Hoy toca la pescadería de barrio a la hora marujera. Estoy guipando (en mi pueblo se dice gipando o mejor aun jipando, pero bueno, no estoy de humor para discusiones filológicas) el trozo de aguja que me quiero llevar y el calamar alternativo y me quedan tres marujas por delante. Las sardinas y los jureles como producto estrella de temporada. Porque los gambones tienen demasiado ácido úrico a decir de la concurrencia. Estoy por remarcarles que con no chupar la cabeza no corren peligro pero no sé cómo se lo tomarían aquí, en la tierra de la ironía. Y es que venimos de una semana de feria donde a decir de la concurrencia, el jonathan y la mari lo han dado todo. Bien es sabido que la única manera de ahorrar en feria es que te pille trabajando o que te dé una de esas cosas raras y aparentemente ficticias de las que salían en House. Y mientras estoy pendiente de todas las conversaciones para variar, de pronto veo cómo le arrancan el pellejo a una pintarrojilla y a punto estoy de echar el hígado. Porque ese pescado lo llevo toda la vida comiendo y nunca lo había visto tal cual en casi vivo. Qué horror. Es tan bonito. Es como un bonito tiburoncillo de juguete con pintillas de color rojizo, de ahí su nombre supongo. Y se me ha revuelto el estómago pensando en todas las pintarrojas que he comido en mi vida. Porque en mi pueblo se llama musina y viene ya despellejada. Ha sido horrible. Ni una más. Como lo de las manta rayas. Se acaban de llevar el último calamar. Y de estar de pie me percato de que todavía me duele el dichoso dedo, tanto que peligra la pretemporada de padel. No me queda otra que volver al apósito. Sólo queda una maruja. Un kilo de mejillones. Nada más. Por esta vez me llevo la aguja y es que Dios aprieta pero no ahoga.
Buen día para quienes lo sea.
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