Place Bellecour. Tarde de junio. Una tormenta de verano inesperada nos ha hecho refugiarnos corriendo bajo los castaños que hay en la parte sur de la plaza, no muy lejos de las paradas de autobuses. ¿Qué me he llevado al examen? ¿La cartera que me ha acompañado durante mis tres años de liceo o sólo un bolso? ¿Dónde he comido a mediodía? ¿Qué exámenes he hecho? ¿A qué día estamos y cuánto queda? ¿Con quién estoy? No voy sola sin embargo porque sé que estoy hablando con alguien. Nos hemos bajado hace un rato del autobús urbano que nos ha traído de vuelta del instituto donde nos estamos examinando. Ahora al resguardo de la lluvia bajo los castaños de la Place Bellecour, estamos esperando pacientemente al que nos llevará de vuelta a casa.
Y aunque me gustan las tormentas de verano, de hecho mi sueño siempre ha sido una tormenta de verano, el gris casi negro del cielo de aquella tarde tiene un sabor amargo. O así ha permanecido siempre en mi memoria.
Ese es el recuerdo más nítido que conservo de aquellos días en los que pasé el bac. Los castaños de la Place Bellecour, de troncos desnudos y de copas altas y muy frondosas. El único recuerdo coherente entre muchas pinceladas de pensamientos.
Y aunque me gustan las tormentas de verano, de hecho mi sueño siempre ha sido una tormenta de verano, el gris casi negro del cielo de aquella tarde tiene un sabor amargo. O así ha permanecido siempre en mi memoria.
Ese es el recuerdo más nítido que conservo de aquellos días en los que pasé el bac. Los castaños de la Place Bellecour, de troncos desnudos y de copas altas y muy frondosas. El único recuerdo coherente entre muchas pinceladas de pensamientos.
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