(...)
Algo insólito ocurrió entonces que sobrevoló
todos los demás pensamientos. El coche, aquel coche que había pasado a aquellas
horas intempestivas, podía seguir oyéndolo y a pesar de querer obligar a su
oído a oír lo contrario, la realidad es que el ruido del motor no se alejaba y
parecía en marcha pero parado en un lugar cercano. Y entonces ya no hubo tiempo
para nada.
Se levantó de la cama de un salto, se calzó
las zapatillas que tenía debajo de ella, y cogió el móvil encima de la mesita y
la bata a los pies de la cama. Corrió hasta la puerta de entrada. Mientras
abría la puerta y arrancaba la llave de la cerradura, desactivó el cuadro de la
luz cuya caja se encontraba detrás de la puerta. Cerró la puerta detrás de
ella.
En la penumbra, echó a correr hacia la masa
oscura de los naranjos que lindaba con su terraza empedrada y su
pequeño huerto de hortalizas. A partir de ahí, cientos de bancales de árboles frutales
y de olivos se superponían los unos a los otros, lacerados por acequias, sin
que nadie pudiera delimitarlos más que sus amos.
(...)
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