Me gusta hablar con la gente que me atiende en las tiendas a las que voy. Me gusta esas charlas pasajeras, intrascendentes, amables, antojadizas según la cantidad de clientes que esperan a ser atendidos, o las ganas que tengamos de parar un rato y hablar un poco. Me gustan, me enseñan instantáneas de otras vidas, otras voces, tan diferentes y a la vez tan similares a las mías.
Hoy he ido a por mis medicamentos a la farmacia y al mirar la hoja de la receta, me ha preguntado por mi fecha de nacimiento. Me ha extrañado porque nunca me preguntan por mi fecha de nacimiento o será que no estoy acostumbrada a poner ninguna fecha que no sea la de mis enanas. El caso es que se la he dicho, 1973. Se ha ido y ha vuelto con la caja de antibióticos. Es entonces cuando lo ha comentado. El año de la riada. Sí, nací el año en que el río lo inundó todo aquí. Además muy poco después. Eso ocurrió el 19 de octubre y yo nací el 4 de noviembre. Sólo que a 1500 kilómetros de distancia. Porque de haber estado aquí viviendo y embarazada como lo estaba mi madre, no sé si hubiese aguantado tanto tiempo en su tripa. Hubo gente a la que tuvieron que trasladar en helicóptero comenta ella. Pero de todo eso no nos enteramos le respondo. (Hablo en primera persona del plural porque ya era casi miembro de pleno derecho de la familia y como lo he oído contar tantas veces, formo parte del conjunto también). Prefirieron no informar a mis padres para que no se hicieran mala sangre sobre lo que estaba ocurriendo aquí. Aunque no sé tampoco cómo lo habrían hecho pues no todo el mundo disponía de un teléfono en casa. El caso es que no lo intentaron y tengo que preguntar a mi padre si mi sufrida tatá sí lo sabía y guardó el secreto o no.
Tampoco informaron de la muerte de mi tío Luis, ocurrida durante esos dramáticos días. Miro la cara de la farmacéutica buscando algún ápice de comprensión sobre lo que le estoy contando de mi familia.
Y entonces, la farmacéutica se acuerda de mi tío. Y por mi mirada, debe haber adivinado que quiero que me hable de aquello. Y me cuenta que no estaba malo, estaba como siempre. Un niño de corta edad que dejó de crecer cuando le sobrevino una meningitis y atrapado en el cuerpo de un hombre "malico" de pequeño tamaño. Pero estaba como siempre cuando murió. Y sí recuerda ahora que tuvo que ser en aquellos días porque lo velaron a oscuras. No había luz. Tuvieron que encender quinqués para poder velar su cuerpo.
Pero no informaron de la muerte de mi tío Luis hasta que nací yo.
Mi tío Luis murió en esta casa. Y por unos segundos he imaginado cómo tuvo que ser aquella dramática noche envuelta en la oscuridad y cercada por la tragedia de un pueblo arrasado y se me ha encogido un poquito el corazón.
Eso fue lo que ocurrió en esta casa en aquellos trágicos días en que el río salió y asoló Albox.
Y en cuanto vuelva a ver a mi padre, sé que me aclarará las lagunas que dejo aquí ahora.
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