Nadie o muy pocos me creerán, lo asumo, sé que pocas veces parezco creíble. Y sin embargo, si supierais lo que yo sé. Sonrisa. Tal vez ese sea el único dilema, saber. O no saber. No saber el porqué de una pesadumbre inusual, de un sopor repentino, de un estado de infelicidad inaceptable. De una indignante discapacidad para percibir lo poco bueno que siempre prevaleció sobre el mal bajo cualquiera de sus formas voraces. No saber es lo que devora cualquier esperanza por dentro.
Y me subí al coche y vi el cielo y todos esos vellones de nube y supe entonces que de alguna manera la infelicidad tenía las horas contadas. Un hermoso e imperfecto cielo aborregado de los que tanto anhelo encontrar estaba ahí, abriéndome camino por la fría mañana y me detuve dos veces para convencerme y llenarme la cabeza con las imágenes de aquel rebaño de nubes blancas. Sí que era un cielo aborregado. Lo juro. Y sonreí como sólo los niños saben hacerlo de forma espontánea mientras cada uno de aquellos borreguitos de algodón se llevaba a lomo una parte de mi tristeza.
Ya sé. Por fin. En fin. Y es que a veces el alma percibe cosas que no se pueden ver. Y mientras se deja languidecer de pena en soledad, te deja atrapada en un laberinto de desconcierto del que parece que no vayas a salir nunca.
Es tarde.
Buenas noches queridos,
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