domingo, 21 de junio de 2015

Fin de curso

"mi abuela tenía una granja en Tottle Brook y solía decirme que Dios estaba en la lluvia".
(Valérie. V de Vendetta)



Tengo ahora mismo un nudo en la garganta, o en la boca del estómago, o en cualquier parte donde moleste tener un nudo que se va apretando cada vez que me paro a pensar en el poquito tiempo que queda para dar carpetazo a los últimos catorce años. Así que procuro no pensar.

Cierro los ojos. Lo primero en lo que me fijo es en el cielo cubierto de nubes negras encima de mi cabeza. Huele a caracoles y a hierba mojada incluso antes de que se ponga a llover. Estoy en el patio de la escuela, la escuela Jean Jaurès, en Saint-Priest. Es un patio grande y abierto, muy abierto. En la esquina de la derecha está la caseta y la cerca de los conejos, y bordeando la línea del fondo están las pequeñas parcelas de tierra a modo de minúsculos huertos que hemos plantado con nuestro maestro de CM2, Mr Zombardi. Una alambrada separa nuestros jardincillos de los campos de cultivos que lindan con la escuela. Es el último día de clase, mi último día en Jean Jaurès y el  cielo está encapotado. ¿Y por qué lo recuerdo? Porque lo recuerdo desde siempre, desde la primera vez que levanté los ojos al cielo y me pregunté por qué el cielo se ponía gris el último día de clase.

Tengo el estómago encogido por culpa del nudo. Después de tantas despedidas sé que hay cosas, personas, momentos que no volverán a repetirse y lo que estoy a punto de perder para siempre, por insignificante que sea, me produce una enorme desazón.

Cierro los ojos de nuevo. Estoy en el aparcamiento donde los autobuses privados del Colegio Jeanne d'Arc de Genas Azieu descargan a las alumnas cada mañana y las recogen cada tarde, el mismo lugar donde aquel primer amor loco e intenso me había dado un cabezazo entre dos autobuses unos meses antes. Y me había quedado quieta, paralizada, sin poder hacer nada. Pero había sentido una enorme vergüenza por todas aquellas miradas que habían asistido con avidez al espectáculo a través de los cristales de los autocares. Una hilera de árboles altísimos me había acompañado durante cuatro años hasta el edificio central. No podría recordar ahora si eran tilos, hayas, plátanos o robles, pero eran altísimos y frondosos y majestuosos y hermosos. La encontré en el facebook. Era imposible que olvidara su cara, era ella. Pero me di cuenta también que hacía tiempo que aquella tía que tanto daño me había hecho había dejado de tener cabida en mi existencia. Levanto la mirada. El cielo está encapotado o debe estarlo a la fuerza porque es el último día del curso de troisième y ya no volveré.

Me gustaría estar en el momento en que la ausencia haya dejado de doler, cuando todo haya pasado, tengo miedo a los días de tristeza que me quedan por delante.

Cierro los ojos. Estoy en la puerta del instituto Charles Foucauld. He ido a vender mis libros de Terminale. Es la última vez que asistiré a aquel trueque. Me despido de mis compañeros. Dentro de unos días me marcharé de aquella vida. No volveré a verlos nunca, lo sé. Es difícil coincidir con nadie a 1500 kilómetros de distancia. Es difícil incluso a 20 kilómetros. El cielo encima de nosotros debe estar gris tirando a negro pero la calle no huele a caracoles. En las ciudades la lluvia no huele como en los pueblos, huele a agrio, no huele bien. Lloverá dentro de poco porque es el último día del curso y es imposible que sea de otra manera.  


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