domingo, 26 de abril de 2015

El relicario

Y con una gota de sangre que se te derramó por el dedo índice sin que te dieras cuenta y que yo recogí, me hice un pequeño relicario de oro y me lo cosí al pecho con hilo de bramante. Lo cosí con esmero y devoción, amor, cerca del corazón, con mucho cuidado de no desgarrar la piel para que no pudiera desprenderse. Lo hice con alegría, afortunada y pletórica como me sentía por poseer tamaño tesoro, me tocaba el pecho y te sentía ahí metido contra mí, era feliz. Hasta que me acostumbré a la dicha.

Poco después de que la sangre de los puntos se secara, cuando ya se habían caído las costras, la piel alrededor del relicario empezó a hincharse, por encima del hilo, se puso colorada, dolía al tocarla, se inflamó. Se hizo un absceso. Y un día el absceso empezó a supurar. El pus era cada vez más espeso y maloliente y hubo muchas veces, amor, en que fui tentada de arrancarme el relicario de tu sangre del pecho. Hasta que me acostumbré a la peste y al dolor.

La carne se ha ulcerado y está negra. La he vendado, no quiero que nadie vea el relicario cosido en medio de la putrefacción. Y se ha podrido la sangre. La sepsis ha invadido todo el cuerpo, ya nada puede hacerse, me estoy muriendo. Pero no temas amor, no temas y alégrate por mí, que tu sangre seguirá aquí, cosida a mi pecho, pura e incorrupta, metida en su relicario de oro  mucho después de que yo haya muerto por culpa de este estigma del loco amor que siento por ti.

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