domingo, 22 de marzo de 2015

La bañera

Había vuelto pronto a casa. Era sábado, no tenía nada que hacer y esa noche no tenía plan. Hacía frío y estaba lloviendo, se iban haciendo viejos, habían prometido dejarlo para las noches de primavera.

Cerró el pestillo del cuarto de baño y abrió el grifo de la bañera. Cuando empezó a salir caliente, tapó el desagüe y dejó que se llenara. Mientras tomaban café, había tenido el antojo de un baño, echarse una copa de rioja y ver alguna peli. Se desnudó, dejó la ropa sobre el inodoro y se metió en el agua caliente y transparente. Encima del lavabo el teléfono vibró. Ya no se ponía nerviosa cuando sonaba, ya no corría al móvil a ver si era él. Desde que ya no era él nunca. Había sido como amputarle la mitad del cuerpo. Pensó que moriría casi. Ahora descubría momentos en los que ya no pensaba en él, su imagen se iba haciendo borrosa. Y había logrado asumir que el teléfono ya no vibraría nunca por él. Se deslizó hasta quedar completamente sumergida en el agua, retuvo la respiración, cerró los ojos...

Gritos. Aquí. Se irguió de golpe. Silencio. Los gritos habían cesado en cuando había salido del agua. Pero los había oído. Muy cerca. Las voces la habían pillado metida en la bañera. Miró el pestillo que seguía cerrado. No había podido entrar nadie. Tal vez fuera. Alguien se había colado en el piso. El teléfono encima del lavabo. Llamar a alguien. Pasó un rato. El agua que se escurría por el pelo estaba fría y le goteaba por la espalda. Tenía que volver a sumergirse para quitarse el frío. El piso seguía en silencio. Se sumergió de nuevo lentamente hasta meterse entera en el agua. Gritos. Los mismos que antes. Tan cercanos que las voces podrían estar ahora mismo en el cuarto de baño junto a ella de ser eso posible. Pero aquello era imposible. Astrofísicamente imposible. Debía ser otra cosa. Intentó entender lo que decían los gritos. Eran reproches, la voz de una mujer, estaba cabreada, sollozaba. ¿A quién chillaba? No lograba oír la otra voz. Se sentó de nuevo en la bañera, los gritos se callaron. No había nadie más en el cuarto, ni en el pasillo, ni en el piso. Los gritos procedían del interior de la bañera, las voces estaban en el agua. El móvil volvió a vibrar encima del lavabo. Pero no era él así que esperaran. Se sumergió dejando la boca y la nariz fuera del agua. Un portazo. Gritos. Sollozos. Lamentos de una mujer. No sabía quién era pero le dio pena. Al llanto se superpuso el murmullo de gente hablando. Al sonar la música de los anuncios, supo que era una tele. Oyó voces infantiles y la de un hombre. Era una familia, estaban viendo la tele. Percibió unos tacones. No era sólo un par, eran varios pares de tacones. De un lado a otro, se las imaginó como unas gallinas correteando con mucha prisa por un corral, de un lado a otro, taconeando por todo el suelo del piso. Las gallinas se preparaban para salir. Se oía música de fondo y risas, pero por encima de todo, tacones.

Y las cacofonías de los llantos, de la tele, de las risas, de los tacones, de las voces, de los murmullos, de los cubiertos en la mesa, de los vaivenes en la cama se fueron uniendo debajo del agua en una sinfonía urbana de un sábado por la noche. Los ruidos que ya había adivinado que procedían de cada uno de los pisos del edificio y que se habían colado en su bañera parecían haberla despertado de la anestesia a bofetadas de soledad. El móvil volvió a vibrar encima del lavabo mientras ella se sumergía una vez más en aquella novela coral debajo del agua. 




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