lunes, 1 de julio de 2013

El laurel

Es costumbre en los pueblos tener ramas de laurel colgadas en las despensas de las cuales se sirven las madres cuando cocinan lentejas, asados, pistos y sopas de arroz. Este año se me acabó el último laurel que me dieron León y Dolores hará de eso dos años. No se suele comprar laurel en los pueblos. Te lo dan o tú lo pides. De la misma manera que no se compra perejil sino que te lo ofrece gentilmente el frutero como muestra de cariño. Tampoco se compra el hinojo cuyas hojas en forma de hebras perfuman los gurullos y las pelotas. Se encuentran casualmente al pasear por el campo. Como las acelgas que crecen entre bancales. O los caracoles cuando ha llovido. Tampoco se compran naranjas o limones en mi pueblo. Siempre hay alguien que te invita a llevártelos de su bancal antes de que se caigan del árbol. Y también recuerdo los veranos en los que mi abuelo Paco armado de un par de guantes, una hoz, bueno, no era una hoz sino un artilugio de su invención, y de un cubo, llegaba por las mañanas cargado de chumbos y de higos. Y seguro que me dejo lo mejor. Así que cuando he leído que ibas a tirar tu laurel, me ha salido el instinto cortijero, en este caso el de pedir. Que podría habérselo pedido a otro perfectamente. Y es que en los pueblos no se compra laurel sino que se pide al vecino. Eso sí, sólo si es de comer.

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